por Henry Posada
Le gustaban las mujeres, era su debilidad. Cómo caminaban balanceando el cuerpo como un bambú acariciado por el viento. Solía mirar el cuello que algunas movían graciosamente como gansos, unos eran blancos inmaculados, otros habían recibido la brisa y el sol y lucían morenos, provocadores. Le gustaba especialmente cuando se inclinaban y podía ver las vértebras dibujarse delicadamente. Las manos lo atraían poderosamente cuando éstas expresaban lo que querían, los recónditos caprichos femeninos. Prefería las de dedos afilados y cuando tenían las uñas pintadas con esmalte rojo inevitablemente pensaba que acababan de estrangular un niño.
Ver salir enjambres de ellas a la hora del almuerzo, cuando cierran las oficinas y presurosas cruzan la calle dejando una estela de perfume que alborota los sentidos, lo seducía. Podía adivinar en sus ligeros vestidos de colores apastelados las caprichosas y delicadas formas de sus cuerpos. Mirándolas recordaba la declaración de Hans Castorp en una de sus novelas preferidas a Clawdia Chauchat: “… ¡mira la simetría maravillosa del edificio humano, los hombros y las caderas y los senos floridos a ambos lados del pecho, y las costillas alineadas por parejas y el ombligo en el centro en la blandura del vientre, y el triángulo místico y oscuro del sexo entre los muslos!…”.
Arturo creció entre mujeres, la fascinación por ellas aumentaba con los años. Había en él, en su mirada de perro abandonado, tal vez, algo que despertaba en ellas sentimientos maternales y era frecuente verlo en compañía de una bella dama gozando sus favores que envidiaban sus amigos.
-¿Cómo va la relación con María Elvira?- le preguntaban.
- El lunes viajamos a San Andrés, queremos descansar un poco de ésta ciudad, nada mejor que el Caribe -
Dicen quienes le conocieron que podía vérsele con una diferente cada mes. Sus habilidades seductoras no tenían límites. Las estudiaba con paciencia de entomólogo; conocía sus rutinas, aficiones y las prefería acompañadas de sus novios que revelaban su verdadera naturaleza. Estaba siempre a la caza de su presa: cualquier coyuntura, circunstancia favorable, el azar era su aliado.
-Discúlpeme, ¿Va Ud., al piso 13 donde el Dr. Lalinde?-
-Si, señor, ¿Es Ud., también su paciente?- respondía la hermosa morena de pelo y ojos almendrados que olía a un perfume de madera, resinoso.
- Llevo 2 años en citas periódicas con él -
- Ah!, está en un tratamiento, ¿verdad?-
Al principio se mostraba vulnerable, tímido, casi infantil, pero agazapado como un taxidermista que estudia su víctima esperaba paciente que ésta fuera rindiéndosele poco a poco. Algunas creían adivinar sus intenciones y huían como cervatillos del asedio del león. Entonces él, arremetía con más vigor y enviaba cartas con epígrafes de Bécquer, debidamente lacradas y perfumadas o marcaba un número telefónico a esa hora en que el alma femenina envuelta en el ensueño no puede resistirse a las súplicas de alguien que sufre por su indiferencia; o fingía encontrárselas casualmente en lugares que sabía frecuentaban para con su mirada de perro huérfano preguntarles si lo acompañarían a un café latte en Juan Valdéz, era tan vehemente en su requerimiento que se apiadaban de él, aceptando.
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